domingo, 27 de octubre de 2019

La incomprensión de la decepción

Lorenzo Buendía tenía la costumbre de leer la prensa cada mañana. Tomar el café sin una tertulia de fútbol o la lectura de las noticias deportivas, era una pérdida de tiempo. El jueves pasado, como cada día, entró en el bar de Alfonso, saludó al camarero levantando el dedo índice de la mano derecha, poco antes de sentarse a la mesa escuchó el saludo de bienvenida seguido de “marchando un café solo”. La voz de Alfonso era granulosa, como el sonido del alquitrán al girar de manera continua en el depósito de una máquina rotatoria. La tenía rota desde que le operaron de un pólipo en las cuerdas vocales. La melodía de sus palabras era elevada, de tono grave, desagradable para cualquier oído desatascado. Aquella mañana, no había periódico deportivo. 

Sobre la mesa, forrada de formica áspera, había un periódico generalista, de esos que casi todo el mundo lee solo los títulos de las noticias. En la portada aparecía la fotografía del Presidente de Gobierno y debajo de la imagen un título que destacaba por grande, grueso y negro, que decía: “Franco ya no está en el Valle de los Caídos". El copete, que también era mayor que en otras noticias, recogía las palabras del Presidente: “La exhumación y salida de los restos del dictador del Valle de los Caídos es un gran triunfo de la democracia”. Lorenzo no entendió lo que estaba leyendo. Parecía que, para el Presidente, la democracia era un ente antropomórfico o una institución no definida, nada que ver con la etimología de origen griego. Tampoco entendía el interés del Presidente por rememorar a Franco, cuando hacía más de cuarenta años que nadie hablaba de él, cuando no conoció la dictadura franquista y, tal vez, conocía poco la etapa histórica del franquismo o la biografía del militar que durante cuatro décadas fue el Jefe de Estado español.

Lorenzo tenía veinticuatro años cuando murió el general Franco. Él y su hermano, habían  ido al colegio gratis. Su hermano había terminado el bachillerato en un instituto sin ningún tipo de esfuerzo económico para sus padres. Únicamente se pagaba la matrícula y el seguro escolar por menos de lo que hoy día es un euro. En la universidad, en cada curso, había que abonar la matrícula, que costaba 4000 pesetas, unos 24 euros. A los buenos estudiantes, como su hermano, se les reducía el precio cuando alcanzaban unas notas académicas con matrícula de honor. Además, el Estado otorgaba varios tipos de becas, como las que recibían los estudiantes procedentes de lugares alejados de la universidad, con escasos medios económicos familiares, que destacaban en sus calificaciones.

Al padre de Lorenzo nunca le faltó trabajo, cobraba regularmente todos los fines de mes, todos los años tenía vacaciones y en el año 1964 se compró un coche Seat 600 para ir con la familia al campo o la playa. Estuvo once años trabajando en el turno noche para obtener un complemento económico cuando le llegase la jubilación. Al llegar Felipe González al gobierno de la Nación, miembros del partido socialista empezaron a dirigir la empresa donde trabajaba. Una de las primeras medidas que adoptaron, fue suprimir el complemento al que aspiró tras más de una década de trabajo, alumbrado por la luz de la luna que nunca se reflejó en la fosa donde arreglaba autobuses.

Antes, como ahora, ni la familia de Lorenzo ni sus amigos participaban en actividades políticas. Con el dictador cualquier persona tenía claro lo que había que hacer y decir. Ahora todo es más confuso y la esperanza de una sociedad más justa y equitativa a veces desaparece y la vida queda tiznada por la decepción. Cuando Lorenzo habla con personas que apenas conoce, nunca se refiere a los buenos recuerdos que conserva de sus primeros veinticuatro años. Se limita a decir que con Franco todos éramos más jóvenes. 


Cuando le asoma la triste ironía, piensa que la gran conversión que hubo de franquistas a socialistas en muy pocos años, era un milagro que debería incorporarse en las nuevas ediciones del Nuevo Testamento.

domingo, 20 de octubre de 2019

Intolerantes e influenciables

Intolerantes e influenciables son dos términos que admiten tres combinaciones: intolerantes, influenciables, intolerantes-influenciables. La docencia es un escaparate de estas tres variedades. Para que se manifiesten de forma visible solo es necesario la existencia de un profesor mesiánico “progre”. Los hechos que se describen son ciertos. Los nombres de los personajes han sido cambiados.



Le gustaba ir a las manifestaciones en las que hubiese pancarta de cabecera. Solía llevar en una mano una bandera roja con la hoz y el martillo y en la otra una de la Segunda República. Rafael Genil, miembro de un partido político, procuraba hacerse notar, gritaba lo apropiado para la ocasión lo más alto que le permitían la garganta y sus pulmones. Coreaba sin descanso las consignas específicas de la movilización y las que nunca podían faltar: "DEMOCRACIA Y LIBERTAD". Los que le conocían afirmaban que para Rafael la acción era más importante que el motivo que la justificaba.

Genil era profesor de matemáticas en un instituto. Le gustaba arroparse de personas a las que pudiese adoctrinar y soltar de vez en cuando una ocurrencia que pretendía ser graciosa. Quería destacar aunque solo fuese por su mera presencia. Dentro del instituto alardeaba de preservar las esencias de sus creencias políticas, incluso por la fuerza, si aparecía algún colega con una ideología diferente a la suya.

En una reunión del equipo directivo, el director informó de que había llegado una orden de la Consejería de Educación por la que todos los centros de enseñanza debían elaborar un Reglamento de Régimen Interno. El vicedirector se encargó de redactarlo. Una vez terminado, los miembros de la dirección validaron el texto y acordaron que un mes después los profesores lo sometieran a votación. 

Una copia quedó colgada en la sala de profesores durante un mes, tiempo suficiente para que pudiesen ser leídas las diez páginas de que constaba. Los miembros del claustro podían proponer las enmiendas que pudiesen enriquecerlo. Durante el tiempo que estuvo expuesto, una profesora de ciencias naturales propuso la modificación de un artículo y un profesor de filosofía, que además ejercía de abogado, hizo una sugerencia en el orden en que debían estar colocados los diferentes apartados. Ambas observaciones se incorporaron al texto. De ciento diez profesores nadie más hizo un comentario. El vicedirector enseguida se percató de que el reglamento era un tema que a pocos les interesaba.

Un miércoles, recién estrenada la primavera de 1987, se realizó el claustro, la votación de los profesores decidiría si el reglamento entraba en vigor o quedaba rechazado. El vicedirector hizo la presentación del texto y trató de justificar su contenido. Una vez que terminó su exposición, al fondo de la sala una voz elevada de tono, exaltada, pronunció un breve discurso, un mitin, en el que el odio sustituía a la razón. Era Rafael Genil puesto en pie. 

Su argumento se resumía en que el reglamento propuesto era inaceptable. Un “facha” había colaborado, un gesto que invalidaba cualquier cosa que hiciese, dijese o escribiese. Un antidemócrata por el que se debía sentir el desprecio más profundo. Cuando Genil terminó, el vicedirector le preguntó si había leído el texto del reglamento propuesto. La respuesta fue negativa. No estaba dispuesto a leer nada contaminado por un ser despreciable, un “falangista”. El vicedirector le informó de que el profesor de filosofía y abogado había sugerido un cambio en el orden del texto, no en el contenido y, añadió, que se puede estar de acuerdo o no aceptar un documento, pero no es admisible que, en este caso, se haga desde el rechazo a la diferencia de ideas políticas o desde la ignorancia voluntaria. El comportamiento de Genil ponía de manifiesto que una persona autodenominada demócrata, como era su caso, podía ser un perfecto antidemócrata.

El reglamento no se aprobó. Los tres o cuatro profesores que lo leyeron coincidieron en que era un texto apropiado para el centro. No había una razón lógica para rechazar el documento. La mayoría de profesores siguieron el dictado de Rafael Genil. Aceptaron posiciones fanáticas por incapacidad de ejercer un razonamiento crítico y pertenecer al colectivo que vive en el confort de la indiferencia.

Cuando finalizó la reunión, el lúcido profesor de religión, que era laico, se acercó al vicedirector y le mostró su solidaridad y desprecio por lo ocurrido, le dijo que asusta ver tanto profesor influenciable, que al no impedir que otros traten de imponer  sus ideas, por cualquier medio, deja que la irracionalidad de los tiranos les domine. Afirmó: "Cuando los profesores conviven en un páramo donde solo habita la mediocridad, la democracia es una palabra perdida dentro de un diccionario".


Nota marginal: el equipo directivo que había propuesto el texto del reglamento, entró en pánico y se abstuvieron en la votación, salvo el vicedirector. Al curso siguiente todo siguió igual, excepto que el director ascendió a inspector de enseñanza, la jefe de estudios a directora y el vicedirector cambió de centro. 

Pedro, profesor de física y química, afirmó en el bar del instituto, que en los centros que él conocía también había páramos de mediocridad donde predominaban profesores intolerantes e influenciables.






domingo, 13 de octubre de 2019

Un estilo de vida

En la calle Blanquerna de Palma de Mallorca las terrazas de los bares se alinean a derecha e izquierda, forman dos líneas paralelas separadas por el carril bici, algunos árboles y el paseo peatonal. Si viviésemos en el Imperio Romano, algunos lo llamarían el foro de la cerveza, donde las conversaciones triviales entre los clientes retratan con la precisión del tertuliano, radiofónico o televisivo, las causas últimas de las circunstancias actuales. 

Juan era un asiduo paseante de esa calle, fiel cliente a uno de esos bares donde los camareros van siempre con paso acelerado, trasladando desde la cocina a las mesas bebidas y bandejas con platos circundados por chorizo y lomo que protegen las escasas lonchas de jamón que cubren disimuladamente la diminuta parte que queda vacía.

Cada viernes, recién estrenada la noche, Juan se reunía con tres amigos en el que ya consideraba su bar. Los cuatro eran funcionarios. Siempre hablaban de los mismos temas y, como lo habitual era decir siempre lo mismo, poco después de empezar quedaba agotada la conversación. Antes de que la pausa hiciese girar la cabeza de los comensales hacia otras mesas, se volvía, semana tras semana, a hablar del trabajo, un asunto fácil que los cuatro dominaban en igualdad de condiciones. Repasaban los últimos cinco días laborables y si no había algo novedoso, como era lo habitual, buscaban el detalle de tiempos pasados que se prestase a risas y decepciones. 

Ese viernes se añadió un nuevo detalle en la tertulia que puso fin a la conversación laboral poco después de empezar. Rosa, la única mujer del grupo, en un momento certero de la conversación, afirmó de forma categórica, con voz pausada no exenta de solemnidad, que dentro de los colectivos profesionales, de cualquier índole, predominaba de forma abrumadora la mediocridad de sus integrantes. Los cuatro dejaron de comer, se miraron y quedaron en silencio. Juan aprovechó el momento para tomar un sorbo de cerveza que le diera tiempo para digerir la realidad no aceptada, que dejaba en descubierto la vanidad que celosamente guardaba para que no fuese reconocida, ni tan siquiera por él mismo.

Al llegar a su casa, Juan quiso conocer con precisión el significado de “mediocre”. Buscó en el diccionario de la RAE, comprobó que era un adjetivo con dos acepciones, la primera le pareció de una dureza suave: “De calidad media”. La segunda le pareció que nadie podía pensar algo así de él, en todo caso era aplicable a la mayoría de personas que conocía. Era inapropiada, hiriente, humillante, utilizarla para describir a una persona que como él había terminado una carrera, aprobado unas oposiciones y valorado por quienes le conocían. Volvió a leer la segunda acepción: “De poco mérito, tirando a malo”.
Juan no reconocía sus limitaciones intelectuales ni la superficialidad de sus conocimientos. Consideraba que no era como los demás, le escuchaban y sus opiniones eran estimadas por sensatas y meditadas. Los que le conocían sabían que en la vida había apuntado alto y se había quedado a un palmo del suelo, aunque él pensase que ese palmo medía mucho más que el de la mayoría de las personas.

Quizás los juanes han hecho de la mediocridad una forma de vida. 

Tal vez sea cierto y difícil, muy difícil de asimilar.

sábado, 5 de octubre de 2019

La vanidad del artista

Francisco no era un hombre corpulento y cada día que pasaba estaba más encorvado. Alcanzaba, más o menos, un metro ochenta y dos de estatura. Con algunas personas no podía evitar la grosería, los que le conocían desde la infancia afirmaban que en él solo su nombre era duro: Fran-cis-co. Alardeaba de conocimientos que desconocía. No tenía demasiada fluidez con el vocabulario, empleaba palabras de difícil definición que muchos de sus contertulios consideraban el fruto de sus improvisadas reflexiones. Hablaba de arte con la misma facilidad con la que disertaba sobre física cuántica o cualquier otro tema enrevesado. Remarcaba con voz pausada la importancia de ser artista, de la relevancia de la pintura por la estética que el autor de una obra imprimía en el lienzo. Afirmaba y negaba con la misma rotundidad que mostraban aquellos poseedores de la verdad incuestionable. No distinguía entre incuestionable e incuestionada, la verdad era lo que él decía. A la pintura solo se debían dedicar las personas con criterio, la escultura era una tarea de vulgares ociosos, con pocos escrúpulos por la limpieza del taller donde pasaban sus horas baldías. La fotografía era menester de los necios, preocupados por pulsar el botón de disparo de su cámara e incapaces de contemplar la auténtica belleza, que no era otra que la que se desprendía de unos trazos de color cercados por un marco, y si era dorado, mejor.

Presumía de llevarse bien con todo el mundo. No tenía el menor reparo en afirmar que el éxito de las relaciones con sus colegas artistas era el respeto de la obra que realizaban y la ausencia de críticas personales. Consideraba que nadie podía competir con él cuando exponía alguno de sus originales cuadros aunque aceptaba que podían estar influidos por los mejores pintores de la historia del arte. 

Cuando la injusticia se cernía en el ambiente porque en algún acto, de los denominados artísticos, sus colegas le dificultaban el acceso al corro de conversación, mostraba indiferencia y autosuficiencia, aparentando disfrutar de canciones y contorneos poco gráciles que habían quedado enquistados en una adolescencia que le supuraba por la voz y sus gestos. Algunos de los que consideraba amigos decían que de arte no parecía entender y de habilidad social, tampoco. Se anunciaba como artista aunque nunca había reparado en el significado del adjetivo que se atribuía.


Hay quien dice que entre los que se denominan artistas hay muchos Fran-cis-cos.