domingo, 13 de octubre de 2019

Un estilo de vida

En la calle Blanquerna de Palma de Mallorca las terrazas de los bares se alinean a derecha e izquierda, forman dos líneas paralelas separadas por el carril bici, algunos árboles y el paseo peatonal. Si viviésemos en el Imperio Romano, algunos lo llamarían el foro de la cerveza, donde las conversaciones triviales entre los clientes retratan con la precisión del tertuliano, radiofónico o televisivo, las causas últimas de las circunstancias actuales. 

Juan era un asiduo paseante de esa calle, fiel cliente a uno de esos bares donde los camareros van siempre con paso acelerado, trasladando desde la cocina a las mesas bebidas y bandejas con platos circundados por chorizo y lomo que protegen las escasas lonchas de jamón que cubren disimuladamente la diminuta parte que queda vacía.

Cada viernes, recién estrenada la noche, Juan se reunía con tres amigos en el que ya consideraba su bar. Los cuatro eran funcionarios. Siempre hablaban de los mismos temas y, como lo habitual era decir siempre lo mismo, poco después de empezar quedaba agotada la conversación. Antes de que la pausa hiciese girar la cabeza de los comensales hacia otras mesas, se volvía, semana tras semana, a hablar del trabajo, un asunto fácil que los cuatro dominaban en igualdad de condiciones. Repasaban los últimos cinco días laborables y si no había algo novedoso, como era lo habitual, buscaban el detalle de tiempos pasados que se prestase a risas y decepciones. 

Ese viernes se añadió un nuevo detalle en la tertulia que puso fin a la conversación laboral poco después de empezar. Rosa, la única mujer del grupo, en un momento certero de la conversación, afirmó de forma categórica, con voz pausada no exenta de solemnidad, que dentro de los colectivos profesionales, de cualquier índole, predominaba de forma abrumadora la mediocridad de sus integrantes. Los cuatro dejaron de comer, se miraron y quedaron en silencio. Juan aprovechó el momento para tomar un sorbo de cerveza que le diera tiempo para digerir la realidad no aceptada, que dejaba en descubierto la vanidad que celosamente guardaba para que no fuese reconocida, ni tan siquiera por él mismo.

Al llegar a su casa, Juan quiso conocer con precisión el significado de “mediocre”. Buscó en el diccionario de la RAE, comprobó que era un adjetivo con dos acepciones, la primera le pareció de una dureza suave: “De calidad media”. La segunda le pareció que nadie podía pensar algo así de él, en todo caso era aplicable a la mayoría de personas que conocía. Era inapropiada, hiriente, humillante, utilizarla para describir a una persona que como él había terminado una carrera, aprobado unas oposiciones y valorado por quienes le conocían. Volvió a leer la segunda acepción: “De poco mérito, tirando a malo”.
Juan no reconocía sus limitaciones intelectuales ni la superficialidad de sus conocimientos. Consideraba que no era como los demás, le escuchaban y sus opiniones eran estimadas por sensatas y meditadas. Los que le conocían sabían que en la vida había apuntado alto y se había quedado a un palmo del suelo, aunque él pensase que ese palmo medía mucho más que el de la mayoría de las personas.

Quizás los juanes han hecho de la mediocridad una forma de vida. 

Tal vez sea cierto y difícil, muy difícil de asimilar.

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