sábado, 5 de octubre de 2019

La vanidad del artista

Francisco no era un hombre corpulento y cada día que pasaba estaba más encorvado. Alcanzaba, más o menos, un metro ochenta y dos de estatura. Con algunas personas no podía evitar la grosería, los que le conocían desde la infancia afirmaban que en él solo su nombre era duro: Fran-cis-co. Alardeaba de conocimientos que desconocía. No tenía demasiada fluidez con el vocabulario, empleaba palabras de difícil definición que muchos de sus contertulios consideraban el fruto de sus improvisadas reflexiones. Hablaba de arte con la misma facilidad con la que disertaba sobre física cuántica o cualquier otro tema enrevesado. Remarcaba con voz pausada la importancia de ser artista, de la relevancia de la pintura por la estética que el autor de una obra imprimía en el lienzo. Afirmaba y negaba con la misma rotundidad que mostraban aquellos poseedores de la verdad incuestionable. No distinguía entre incuestionable e incuestionada, la verdad era lo que él decía. A la pintura solo se debían dedicar las personas con criterio, la escultura era una tarea de vulgares ociosos, con pocos escrúpulos por la limpieza del taller donde pasaban sus horas baldías. La fotografía era menester de los necios, preocupados por pulsar el botón de disparo de su cámara e incapaces de contemplar la auténtica belleza, que no era otra que la que se desprendía de unos trazos de color cercados por un marco, y si era dorado, mejor.

Presumía de llevarse bien con todo el mundo. No tenía el menor reparo en afirmar que el éxito de las relaciones con sus colegas artistas era el respeto de la obra que realizaban y la ausencia de críticas personales. Consideraba que nadie podía competir con él cuando exponía alguno de sus originales cuadros aunque aceptaba que podían estar influidos por los mejores pintores de la historia del arte. 

Cuando la injusticia se cernía en el ambiente porque en algún acto, de los denominados artísticos, sus colegas le dificultaban el acceso al corro de conversación, mostraba indiferencia y autosuficiencia, aparentando disfrutar de canciones y contorneos poco gráciles que habían quedado enquistados en una adolescencia que le supuraba por la voz y sus gestos. Algunos de los que consideraba amigos decían que de arte no parecía entender y de habilidad social, tampoco. Se anunciaba como artista aunque nunca había reparado en el significado del adjetivo que se atribuía.


Hay quien dice que entre los que se denominan artistas hay muchos Fran-cis-cos.

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