martes, 21 de septiembre de 2021

A Manuel

Un amigo, conocido hace pocos meses, me ha enviado la página de un periódico donde aparece su fotografía y algunas anécdotas de su vida. Nada importante, a quién le importa la vida de los demás si cada uno tenemos la nuestra. De lo único que me acuerdo es de la cena radiofónica que quiere organizar. Mi amigo Manuel es un tipo raro. Es la primera persona que conozco con una mente ordenada. En horas impares sabe lo que quiere hacer, en las pares es imprevisible. He oído que hay tipos que se anticipan a su época, él se anticipa a su pasado. No quiere disimular que es epicúreo y estoico, devoto del dios Baco. No le preguntéis por qué, exhalaría, como un lamento, una estentórea carcajada y escondería bajo su frondosa barba blanca la sonrisa de desprecio que dedica a los imbéciles.

Es unos días más joven que yo y me he dado cuenta de que, sin pedírselo ni yo quererlo, se ha convertido en mi maestro. Antes de ayer monté una emisora de radio por internet como la suya, hoy me llegará un instrumento metálico de color azul, con más botones que una mercería, donde se conectan micrófonos, teléfonos y algunos cachivaches que todavía desconozco. A este artilugio le asignaré el dominio de mi emisora. Pondré en práctica todo lo que él me está enseñando. Pienso entrevistar al sabio, que nunca aprendió las tablas de multiplicar, para que examine el vuelo de los pájaros y el movimiento de las nubes. Con toda exactitud me informará del tiempo que hará al día siguiente. También ofreceré el micrófono al individuo que habla porque no sabe que es tonto, dejaré que indique el recorrido imaginario del camino que conduce al poder curativo del alma. Tendrán su espacio, en una radio sin oyentes, todos aquellos que ejercen la prudencia de no hablar. Son los inteligentes que saben que no tienen nada que decir. No me olvidaré de los pedantes que, como yo, disfrutan lanzando palabras que hoy día casi nadie conoce. Hablarán de Góngora en castellano antiguo, de Cicerón en latín y de Homero en griego. Tengo la suerte de tener una emisora que, seguramente, yo seré el único que estará dispuesto a escucharla. Sin Manuel nunca podría soñar en los místicos momentos de clausura que me esperan delante de un micrófono.

Cuando esté todo preparado, pediré a Manuel que me invite a su cena, mantendríamos la proximidad de la palabra y la distancia cubierta por un mantel alado, cortado al bies, para que quepan los platos donde comer y la copas con las que brindar.

Va por ti, maestro.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Atados

A sus vecinos les dijo que se llamaba Jovita. Ninguno le preguntó quién era ni de dónde venía. Le dieron la bienvenida al pueblo y ella respondió con la mueca de una sonrisa que no varió hasta que se alejó de todos. Se instaló en una casa de piedras mal cortadas construida en poco tiempo, apuntalada por ramas de árboles para que la protegiese del derribo. La puerta era un trozo de plástico sujeto por tres piedras separadas, apoyadas en los restos de un tronco de árbol que hacía las funciones de dintel.
   
La vivienda era cortesía del Ayuntamiento de un pueblo al que se accedía por intuición ante la ausencia de indicadores. Jovita tuvo conocimiento de ese lugar cuando una noche en un bar de  Moratalaz conoció a un joven ya maduro. El amigo conocido hacía unos minutos, se había dedicado profesionalmente a la seguridad informática de una empresa multinacional. El inicio de la conversación junto a la barra del bar se produjo al poco tiempo de pedir al unísono una cerveza al camarero. Te has equivocado de lugar le dijo a Jovita, aquí nos concentramos los fracasados conscientes del fracaso, los inadaptados, los que nadie pregunta a nadie su nombre, su profesión o su lugar de nacimiento. Hubo silencio entre ambos. Unos segundos después, Jovita le respondió ¿quién te dice a ti que yo no pertenezco a ese colectivo? Fue entonces cuando él le habló del pueblo.

Jovita ocupaba un puesto en el departamento de marketing. La empresa se reorganizó y a todos los empleados les obligaron a utilizar una cuenta de correo creada ex profeso para cada uno de los trabajadores, tuvieron que integrarse en un grupo de Whatsapp colectivo, abierto a todos los empleados, y luego crear grupos a los que pertenecer los miembros de un mismo equipo de trabajo. Su ocupación profesional la obligaba a desplazarse a diario. Con la excusa de ofrecerle protección ante cualquier incidencia que la pudiese ocurrir, la empresa la exigía  activar la opción “Compartir localización” en Google Maps cada vez que salía del edificio. 

Tenía que informar de todas las operaciones que hacía y de la impresión que le había producido la aparente organización de la sociedad que visitaba. Debía fijarse en los mínimos detalles del lugar, especialmente en la tecnología que empleaban y en las habilidades profesionales de los ejecutivos con los que había tratado. Los clientes considerados fijos y los que eran considerados potencialmente consumidores de los servicios que ofrecía la empresa, alcanzaban la categoría de enemigos, a los que había que controlar cualquier movimiento o decisión que pudiese afectar negativamente a la cuenta de beneficios de la empresa. Toda información era importante.

Jovita tenía que admitir que en los tiempos actuales el ciberespacio había superado a la globalización, que todo el mundo estaba controlado por no se sabía quién, que las empresas que operaban por internet conocían sus gustos sin que ella se los hubiese comunicado explícitamente, que en internet no había nada gratis y que su intimidad ya no dependía de ella. Comprobó que las redes sociales aumentaban la comunicación entre entes virtuales fijados en plasma a la vez que disminuía la comunicación personal entre seres próximos, vivos y carnales. 

Internet se había apoderado de su hogar y había conseguido que la relación con su pareja fuese sustituida por el desconocimiento mutuo. La cibercomunicación había trastocado años de convivencia. Los dos habían cambiado, uno era uno y el otro era otro, sin implicaciones entre ambos. El amor se esfumó fragmentado en pequeños grupos de ceros y unos, transportados a la velocidad de la luz a grandes servidores de empresas fantasma, que los convertían en anuncios baratos de productos administrados por grandes multinacionales. El amor que la había unido a un hombre yacía en infinitos puntos de la gran red. La falaz comunicación con el mundo la había dejado sola.

Quiso apartarse poco a poco del control imperceptible y obsceno que había diluido lo que ella consideraba su libertad. Empezó por desconectar el teléfono inteligente a la salida del trabajo. Al ir a visitar a los clientes se le olvidaba voluntariamente, cada vez con mayor asiduidad, activar la aplicación de Google Maps. Se desvinculó todo lo que pudo del Whatsapp que la ataba al trabajo todos los minutos del día. Sus jefes consideraron que aquella actitud era una deslealtad hacia la empresa. Era una buena profesional pero una mala empleada. Cada vez más, se dejaba controlar menos. La empresa se deshizo de ella mediante una sentencia judicial que consideraba que el despido había sido procedente.

Los dos pilares fundamentales de su vida, el amor y el trabajo, se habían desmoronado. Estaba completamente sola en un mundo hiperconectado. Se prometió a sí misma que nunca más iba a ser controlada por los hilos invisibles que la habían conducido a la cueva del fracaso.

Ya en el pueblo, cimentó las rocas troceadas de las paredes, impidió que las goteras del techo inundaran la vivienda, construyó una puerta encajada pero de fácil apertura por donde pudiese penetrar la conversación y la convivencia humana con otros inadaptados.

Se desprendió del teléfono móvil, a su casa no llegaba internet ni la señal de televisión. La red ahora la iba a crear ella, cara a cara, con quien quisiera, sin ánimo de controlar a los demás. Era un retorno a las bases de la vida y a la solidaridad generosa con la naturaleza en la que incluía a sus vecinos.


Cuando tuvo que pagar los materiales de su nueva vivienda tuvo que ir al banco más cercano del pueblo. Introdujo la tarjeta de crédito en las fauces del cajero automático, pulsó cada uno de los números de su clave personal y al instante se percató de que seguía atrapada en la madeja infinita que controlaba todo y a todos.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Una vida sin vivir

Tenía cuarenta y tantos años, por sus rasgos faciales era difícil saber si los tantos eran muchos o pocos. Ni su familia ni sus vecinos se preocuparon por conocer exactamente su edad ni la fecha de su cumpleaños. Nunca tuvo una profesión estable, a veces ayudaba a un carpintero, otras a un pintor, pero en la mayoría de las ocasiones estaba en casa, junto a su madre, que era quien le alimentaba y pagaba sus gastos. Decía que la vida solo servía para ser vivida y no para perder el tiempo en trabajos que oscurecían las horas del día. El deseo de servir a los demás le impulsaba a complacer a un conocido convertido en amigo hacía una horas. Voluntad tenía, pero le faltaba destreza, el resultado era un desastre que inutilizaba lo que tocaba y la amistad recién conocida se esfumaba de por vida. 

Decía que le gustaba leer y presumía de erudito, cuando hablaba afirmaba de forma categórica, no admitía ninguna observación que pusiese en entredicho sus múltiples conocimientos. Era tolerado por pocos e indiferente por muchos. Se consideraba capaz de discutir con un físico las teorías más complejas del universo o con un filósofo los conceptos más abstractos del pensamiento escolástico. Era todo un sabio de taberna iluminado por una cerveza que pagaban otros. 

Tenía un coche destartalado que su madre le había comprado de oferta en un chatarrero. Lo utilizaba poco, la pensión de viudedad que entraba en su casa no daba para la gasolina semanal. Cuando viajaba empleaba las unidades de velocidad, distancia y tiempo con la misma precisión que un reloj de arena mojada: había circulado a una velocidad de “casi 100 kilómetros por hora”, había recorrido “casi doscientos kilómetros”, había tardado “casi tres horas”. Consideraba que sus observaciones no estaban reñidas con la precisión, todo lo contrario, eran las más exactas que se podían dar.

La dependienta de la frutería del portal siguiente a su casa, le veía pasar a diario. Solía caminar dos horas por la mañana. El ejercicio le mantenía en forma, le despejaba del aturdimiento que le ocasionaba su habitación, con una ventana que daba a un pequeño patio interior cargado de humo que exhalaban las cocinas, calor grasiento que desprendía el aceite refrito de las comidas y la falta de aire respirable, ausente desde que terminó la construcción del edificio. Pocas veces se sentaba en un banco de alguna plaza que se interpusiera a su marcial desfile urbano. Cuando lo hacía, la mirada se le perdía en ningún punto. Aprovechaba el descanso para sentir desprecio de sí mismo aunque nunca suficiente como para hacer el esfuerzo de vivir con los recursos de un trabajo remunerado.

Era misógino reconocido por la definición del diccionario. Nunca se le conoció mujer con la que compartir un solo minuto de su vida. Cualquier referencia femenina era su madre octogenaria, enferma de años vividos y su hermana, desaparecida durante el día por el trabajo y escondida por la noche para no advertir la presencia de su familia. Las pocas conversaciones que había tenido con alguna mujer acababan provocándole una exaltación esquizoide no diagnosticada que le apartaban los ojos de sus órbitas y le aumentaban los gritos, de audición dolorosa, imposibles de entender.


Un día de invierno desapareció. Nadie sintió su ausencia. 

domingo, 10 de noviembre de 2019

La reflexión de Facundo

Un día antes de las elecciones generales del 10 de noviembre, Facundo Recio se dispuso a reflexionar. Al fin y al cabo, el día previo a las elecciones se denomina día de reflexión. Había terminado de desayunar, pulsó el botón verde del mando a distancia y en la pantalla de la televisión aparecieron anuncios sin sonido. Hacía días que había quitado el volumen, decía que la televisión muda mejoraba la calidad de los programas, las imágenes eran menos aburridas y, a veces, graciosas.

Cuando estaba solo pensaba en voz alta, delante de su mujer lo hacía en silencio y en ocasiones, sin darse cuenta, murmuraba hasta que ella le miraba y le preguntaba ¿qué dices, Facundo? La principal ocupación en su vida era pensar, sus pensamientos podían ser explosivos hasta llegar a irritarle, enrojecerle la cara y dejarle rígido el rictus facial; otras veces le dejaban abatido y quedaba apagado como la pólvora mojada.

El día de reflexión amaneció entre interrogantes. Le surgieron mil preguntas y ninguna respuesta. Era un hombre decepcionado, engañado, estafado. En los medios de comunicación había visto y oído a todos los líderes políticos de España y ninguno era digno de su confianza, pero daba igual, a nadie le importaba. El manantial de dudas brotaba, su mentalidad racional no daba con argumentos o respuestas objetivas. 

Lo que pensaba era tan claro y evidente que no hacía falta demostrarlo. Un axioma igualmente válido para las ideas mesiánicas que calaban en las mentes débiles, ocultas en la caverna platónica. Ideas extraídas de la mentira, calculadas meticulosamente, expuestas con palabras modeladas con las lenguas bífidas de los gestores de la res publica. En la gestión política no tiene cabida la duda. Los argumentos son crueles reflejos de una realidad adornada de falsedades.

Aquella mañana, Facundo recordó a Ernesto, un compañero de trabajo fallecido hace años. Una tarde, cuando volvían a casa después de salir de la fábrica, pasaron un buen rato hablando de la función que debía realizar el político. Ernesto dijo: en política todo está al revés: los que obedecen son los que deberían mandar a los políticos y no al contrario. Recordó una frase atribuida a Federico Guillermo el Grande dirigida a sus ministros: “Hemos venido a este mundo a servir”. Facundo afirmó con un movimiento de cabeza y retornó al presente: en política, quien paga no manda.

Facundo giró la cabeza hacia la ventana y vio sin mirar los edificios próximos a su casa. Se quedó abstraído y pensó, España desapareció cuando se aprobó la constitución de 1978. En ese momento se legitimaron los nuevos Reinos de Taifas. A partir de entonces ser español se convirtió en un adjetivo. Uno era de Euskadi, otro de Catalunya, otro de Galicia, otro de Castilla la Mancha y así sucesivamente. 

Se generalizó un vocabulario político hueco, sin contenido, dejó de ser parte de una tecnología de la comunicación para ser un ente trascendental imposible de precisar objetivamente en la lengua española. Pensó en algunos ejemplos:
¿Cuál es el significado de “progresista”? ¿Quién ha precisado sus criterios de demarcación? ¿Quién puede ser progresista? ¿Quién decide quién es progresista?
¿Qué es ser de izquierdas o de derechas? Esa clasificación tenía sentido tras la Revolución Francesa. Los conservadores ocupaban la parte derecha y los liberales la parte izquierda en los debates de la Asamblea Nacional. Pero ahora, ¿qué determina pertenecer a la derecha o a la izquierda? ¿Quién autoriza a aquellos que asignan a los demás ser de derechas o de izquierdas? ¿Por qué una persona recibe el cuño que le acredita ser de derechas o de izquierdas? ¿Qué cualidades debe tener una persona que se autodefine de izquierdas o de derechas? Nuevamente, decía Facundo, nos encontramos con palabras que no tienen significante ni significado. 

A Facundo Recio se le abrían los cajones mal cerrados de los recuerdos recientes. No olvidaba que desde la Constitución actual, Cataluña o el País Vasco iban a ser detonantes de la descomposición del estado español, no del gobierno que apenas tenía funciones para gobernar. Intuía que el nacionalismo no tiene sentido si no se dirigía hacia la independencia. Le apenaba lo que hacían los políticos independentistas catalanes y la agresividad que provocaban en buena parte de la población Catalana. En aquellos acontecimientos se reafirmaban sus tesis sobre los valores que apuntalan a cualquier democracia. Y se volvía a preguntar:
¿Democracia? Es un concepto romántico que se estrella contra la realidad. Es inadmisible, pensaba Facundo, que la democracia formal no tuviese una correspondencia con la realidad. En política y otros negociados, solo los intransigentes tienen la posesión de la palabra democracia, para referirse a la cualidad de aquellas personas que piensan y actúan como ellos desean que piensen y actúen. En caso contrario, el respeto por la pluralidad se esfuma rasgando el velo de la democracia formal para convertirse en confrontación abierta y despiadada.
¿Libertad de expresión y opinión en política? La pueden ejercer los que tienen poder o colectivos con suficiente fuerza para imponerla; las opiniones del resto de las personas no sirven para nada. En el mejor de los casos puede quedar silenciada y en otros puede costar económica y socialmente muy cara.

Tanta reflexión le llevó a Facundo Recio a una conclusión: el discurso político es metalenguaje, que permite a sus voceros ejercer el poder desde la inconsistencia de principios sin contenido. Se reafirmó en que no existe la fuerza de la razón sino la razón de la fuerza. La razón no sirve para nada si no se tiene la fuerza suficiente para imponerla.

Acabó su diccionario político personal de forma brusca, sus pensamientos le estaban produciendo veneno que solo a él le iba a afectar. Ya le habían amargado el día que, todo buen ciudadano, debía dedicar a reflexionar para elegir a sus desconocidos representantes, de los que no esperaba nada y menos algo bueno.


Facundo Recio había cumplido con su obligación, en el día de reflexión, había reflexionado.

domingo, 3 de noviembre de 2019

El maestro jubilado

La autopista socorría a todos los conductores que tenían prisa. La velocidad era similar en todos los carriles. Durante las horas del día y parte de las de la noche, parecía que todos iban a almorzar a sus casas o habían terminado la jornada laboral. No había intervalos de menor densidad de tráfico. Era otoño avanzado, la playa no parecía que fuese el destino de tanto automóvil, la bocanada de coches se mantenía permanente durante los días laborables. Un maestro jubilado iba casi todas las mañanas, después de comprar el pan, a un puente construido en su barrio, que saltaba la autopista por encima de los cinco metros de altura. La obra tenía dos carriles de ida y dos de vuelta, parecía un afluente de la autopista, siempre con caudal de coches y motos. El maestro, (uno siempre es maestro aunque esté jubilado) buscaba el centro del puente para apoyarse en la barandilla y contemplar el flujo de tráfico que circulaba bajo sus pies. Calculaba el número de coches que pasaban por el carril central del ramal que se dirigía al este de la ciudad. Contaba los vehículos que pasaban durante un minuto y lo multiplicaba por sesenta, así sabía cuantos circulaban en una hora por ese carril. De lunes a viernes eran muchos, el cálculo debía hacerlo muy rápido. Apenas variaba la frecuencia de un día a otro. La estadística no era su fuerte, pero contar no se le había olvidado. 

Después del análisis empírico de una realidad objetiva, iba en busca de dos amigos, también pensionistas, conocidos desde hacía algunos meses al compartir un banco soleado en el diminuto parque cercano a un bloque de viviendas tuteladas. Allí, una cincuentena de personas, de más de setenta años, reposaban los achaques premiados por la edad y por el trabajo arraigado, en muchos de ellos, desde los catorce años.

Antes de salir de casa, el maestro miró el calendario, como cada día lo hacía durante su vida laboral para colocar debidamente la fecha en la pizarra del aula. Era lunes, siete de octubre de 2019. El primer tema de la conversación matutina con sus compañeros de banco se centraba en las noticias que habían creído oír en la radio; repetían algunas frases expresadas por los sesudos tertulianos que seguían a diario. Luego, hacían un requiebro en la conversación para hablar de las heroicidades que habían elaborado en los recuerdos, deformados por el tiempo, de la etapa donde el trabajo, penoso, duro y pocas veces suave, había sido el eje principal de sus vidas.

El tema final de la conversación giraba en torno a la vida y hechos de sus nietos. Ahí era donde el maestro podía profundizar más que sus dos compañeros. Ese día les dijo: “¿Os acordáis de un presidente de gobierno que se llama Zapatero?” Los dos asintieron. “Un día por la radio del coche, le oí decir que teníamos la generación de jóvenes mejor preparada de la historia de España. Casi me estrello cerca de un semáforo. Me indignó. Por sus palabras solo cabían dos opciones: o no se enteraba de lo que estaba ocurriendo en la enseñanza en España, desde la primaria a la universitaria, o su cinismo no tenía límites”. 

El banco quedó en silencio. Los amigos del maestro tenían cada uno un nieto en la universidad. El hombre de mayor edad visitó a sus pensamientos sin fijarse en nada ni en nadie; su nieto mayor, que había estudiado la carrera de Humanidades, a sus casi treinta años nunca había trabajado, toda su vida había sido rentista de unos padres que, además de hacer la jornada laboral, nunca les sobraban horas extras para que sus hijos tuviesen una vida confortable. Cuando el abuelo terminó de recorrer sus miedos familiares, dijo a los demás: “nosotros hemos aprendido a valorar el esfuerzo porque nadie nos protegió del trabajo ni del sufrimiento que abrasa cuando la escasez acecha a una deuda pendiente. Con catorce años ya ayudé económicamente a mis padres, con veinticinco me casé y logré tener una familia a la que no le faltó techo, ropa, zapatos, comida ni libros para estudiar. Nunca dejé de trabajar. Ahora, mi nieto no tiene necesidad de pensar en el futuro. Sin experiencia quiere ocupar un cargo directivo en una empresa donde la diversión sea el objeto de producción. Cuando despierte del sueño en el que quedó dormido a los pocos días de nacer, quizás encuentre una oferta de trabajo para el que no está preparado. No es consciente del posible trompazo que le espera en la vida real, cuando ya nadie le pueda proteger ni haya ley que le garantice la inmunidad que hasta ahora tiene”. 

No hubo conversación entre los tres, solo monólogos. El maestro, desde la autoridad que le otorgaba su experiencia, habló: “la familia y los centros de enseñanza han aislado a niños y jóvenes de la realidad que, tarde o temprano, van a tener que vivir. Algunos, al ver a sus padres, sospechan que viven en mundos paralelos, otros creen que han recibido la herencia, de no se sabe quién, por la que todo les pertenece, incluso el derecho a la mala educación, sin normas sociales que les puedan afectar”. 

Prosiguió el maestro: “El sistema educativo actual es malo, protegido por el gobierno central y autonómico. De un sistema educativo malo solo pueden salir malos estudiantes, ignorantes y desconsiderados. A veces recibimos la alegría al ver que algunos alumnos salen defectuosos, es decir, brillantes, cultos, capaces de hacer un análisis crítico de lo que les rodea; son los que no han quedado infectados por el nefasto sistema que sustituye el conocimiento por la ideología dominante”.


Los tres coincidieron: larga vida a los alumnos que el sistema educativo devuelve defectuosos. 

domingo, 27 de octubre de 2019

La incomprensión de la decepción

Lorenzo Buendía tenía la costumbre de leer la prensa cada mañana. Tomar el café sin una tertulia de fútbol o la lectura de las noticias deportivas, era una pérdida de tiempo. El jueves pasado, como cada día, entró en el bar de Alfonso, saludó al camarero levantando el dedo índice de la mano derecha, poco antes de sentarse a la mesa escuchó el saludo de bienvenida seguido de “marchando un café solo”. La voz de Alfonso era granulosa, como el sonido del alquitrán al girar de manera continua en el depósito de una máquina rotatoria. La tenía rota desde que le operaron de un pólipo en las cuerdas vocales. La melodía de sus palabras era elevada, de tono grave, desagradable para cualquier oído desatascado. Aquella mañana, no había periódico deportivo. 

Sobre la mesa, forrada de formica áspera, había un periódico generalista, de esos que casi todo el mundo lee solo los títulos de las noticias. En la portada aparecía la fotografía del Presidente de Gobierno y debajo de la imagen un título que destacaba por grande, grueso y negro, que decía: “Franco ya no está en el Valle de los Caídos". El copete, que también era mayor que en otras noticias, recogía las palabras del Presidente: “La exhumación y salida de los restos del dictador del Valle de los Caídos es un gran triunfo de la democracia”. Lorenzo no entendió lo que estaba leyendo. Parecía que, para el Presidente, la democracia era un ente antropomórfico o una institución no definida, nada que ver con la etimología de origen griego. Tampoco entendía el interés del Presidente por rememorar a Franco, cuando hacía más de cuarenta años que nadie hablaba de él, cuando no conoció la dictadura franquista y, tal vez, conocía poco la etapa histórica del franquismo o la biografía del militar que durante cuatro décadas fue el Jefe de Estado español.

Lorenzo tenía veinticuatro años cuando murió el general Franco. Él y su hermano, habían  ido al colegio gratis. Su hermano había terminado el bachillerato en un instituto sin ningún tipo de esfuerzo económico para sus padres. Únicamente se pagaba la matrícula y el seguro escolar por menos de lo que hoy día es un euro. En la universidad, en cada curso, había que abonar la matrícula, que costaba 4000 pesetas, unos 24 euros. A los buenos estudiantes, como su hermano, se les reducía el precio cuando alcanzaban unas notas académicas con matrícula de honor. Además, el Estado otorgaba varios tipos de becas, como las que recibían los estudiantes procedentes de lugares alejados de la universidad, con escasos medios económicos familiares, que destacaban en sus calificaciones.

Al padre de Lorenzo nunca le faltó trabajo, cobraba regularmente todos los fines de mes, todos los años tenía vacaciones y en el año 1964 se compró un coche Seat 600 para ir con la familia al campo o la playa. Estuvo once años trabajando en el turno noche para obtener un complemento económico cuando le llegase la jubilación. Al llegar Felipe González al gobierno de la Nación, miembros del partido socialista empezaron a dirigir la empresa donde trabajaba. Una de las primeras medidas que adoptaron, fue suprimir el complemento al que aspiró tras más de una década de trabajo, alumbrado por la luz de la luna que nunca se reflejó en la fosa donde arreglaba autobuses.

Antes, como ahora, ni la familia de Lorenzo ni sus amigos participaban en actividades políticas. Con el dictador cualquier persona tenía claro lo que había que hacer y decir. Ahora todo es más confuso y la esperanza de una sociedad más justa y equitativa a veces desaparece y la vida queda tiznada por la decepción. Cuando Lorenzo habla con personas que apenas conoce, nunca se refiere a los buenos recuerdos que conserva de sus primeros veinticuatro años. Se limita a decir que con Franco todos éramos más jóvenes. 


Cuando le asoma la triste ironía, piensa que la gran conversión que hubo de franquistas a socialistas en muy pocos años, era un milagro que debería incorporarse en las nuevas ediciones del Nuevo Testamento.

domingo, 20 de octubre de 2019

Intolerantes e influenciables

Intolerantes e influenciables son dos términos que admiten tres combinaciones: intolerantes, influenciables, intolerantes-influenciables. La docencia es un escaparate de estas tres variedades. Para que se manifiesten de forma visible solo es necesario la existencia de un profesor mesiánico “progre”. Los hechos que se describen son ciertos. Los nombres de los personajes han sido cambiados.



Le gustaba ir a las manifestaciones en las que hubiese pancarta de cabecera. Solía llevar en una mano una bandera roja con la hoz y el martillo y en la otra una de la Segunda República. Rafael Genil, miembro de un partido político, procuraba hacerse notar, gritaba lo apropiado para la ocasión lo más alto que le permitían la garganta y sus pulmones. Coreaba sin descanso las consignas específicas de la movilización y las que nunca podían faltar: "DEMOCRACIA Y LIBERTAD". Los que le conocían afirmaban que para Rafael la acción era más importante que el motivo que la justificaba.

Genil era profesor de matemáticas en un instituto. Le gustaba arroparse de personas a las que pudiese adoctrinar y soltar de vez en cuando una ocurrencia que pretendía ser graciosa. Quería destacar aunque solo fuese por su mera presencia. Dentro del instituto alardeaba de preservar las esencias de sus creencias políticas, incluso por la fuerza, si aparecía algún colega con una ideología diferente a la suya.

En una reunión del equipo directivo, el director informó de que había llegado una orden de la Consejería de Educación por la que todos los centros de enseñanza debían elaborar un Reglamento de Régimen Interno. El vicedirector se encargó de redactarlo. Una vez terminado, los miembros de la dirección validaron el texto y acordaron que un mes después los profesores lo sometieran a votación. 

Una copia quedó colgada en la sala de profesores durante un mes, tiempo suficiente para que pudiesen ser leídas las diez páginas de que constaba. Los miembros del claustro podían proponer las enmiendas que pudiesen enriquecerlo. Durante el tiempo que estuvo expuesto, una profesora de ciencias naturales propuso la modificación de un artículo y un profesor de filosofía, que además ejercía de abogado, hizo una sugerencia en el orden en que debían estar colocados los diferentes apartados. Ambas observaciones se incorporaron al texto. De ciento diez profesores nadie más hizo un comentario. El vicedirector enseguida se percató de que el reglamento era un tema que a pocos les interesaba.

Un miércoles, recién estrenada la primavera de 1987, se realizó el claustro, la votación de los profesores decidiría si el reglamento entraba en vigor o quedaba rechazado. El vicedirector hizo la presentación del texto y trató de justificar su contenido. Una vez que terminó su exposición, al fondo de la sala una voz elevada de tono, exaltada, pronunció un breve discurso, un mitin, en el que el odio sustituía a la razón. Era Rafael Genil puesto en pie. 

Su argumento se resumía en que el reglamento propuesto era inaceptable. Un “facha” había colaborado, un gesto que invalidaba cualquier cosa que hiciese, dijese o escribiese. Un antidemócrata por el que se debía sentir el desprecio más profundo. Cuando Genil terminó, el vicedirector le preguntó si había leído el texto del reglamento propuesto. La respuesta fue negativa. No estaba dispuesto a leer nada contaminado por un ser despreciable, un “falangista”. El vicedirector le informó de que el profesor de filosofía y abogado había sugerido un cambio en el orden del texto, no en el contenido y, añadió, que se puede estar de acuerdo o no aceptar un documento, pero no es admisible que, en este caso, se haga desde el rechazo a la diferencia de ideas políticas o desde la ignorancia voluntaria. El comportamiento de Genil ponía de manifiesto que una persona autodenominada demócrata, como era su caso, podía ser un perfecto antidemócrata.

El reglamento no se aprobó. Los tres o cuatro profesores que lo leyeron coincidieron en que era un texto apropiado para el centro. No había una razón lógica para rechazar el documento. La mayoría de profesores siguieron el dictado de Rafael Genil. Aceptaron posiciones fanáticas por incapacidad de ejercer un razonamiento crítico y pertenecer al colectivo que vive en el confort de la indiferencia.

Cuando finalizó la reunión, el lúcido profesor de religión, que era laico, se acercó al vicedirector y le mostró su solidaridad y desprecio por lo ocurrido, le dijo que asusta ver tanto profesor influenciable, que al no impedir que otros traten de imponer  sus ideas, por cualquier medio, deja que la irracionalidad de los tiranos les domine. Afirmó: "Cuando los profesores conviven en un páramo donde solo habita la mediocridad, la democracia es una palabra perdida dentro de un diccionario".


Nota marginal: el equipo directivo que había propuesto el texto del reglamento, entró en pánico y se abstuvieron en la votación, salvo el vicedirector. Al curso siguiente todo siguió igual, excepto que el director ascendió a inspector de enseñanza, la jefe de estudios a directora y el vicedirector cambió de centro. 

Pedro, profesor de física y química, afirmó en el bar del instituto, que en los centros que él conocía también había páramos de mediocridad donde predominaban profesores intolerantes e influenciables.






domingo, 13 de octubre de 2019

Un estilo de vida

En la calle Blanquerna de Palma de Mallorca las terrazas de los bares se alinean a derecha e izquierda, forman dos líneas paralelas separadas por el carril bici, algunos árboles y el paseo peatonal. Si viviésemos en el Imperio Romano, algunos lo llamarían el foro de la cerveza, donde las conversaciones triviales entre los clientes retratan con la precisión del tertuliano, radiofónico o televisivo, las causas últimas de las circunstancias actuales. 

Juan era un asiduo paseante de esa calle, fiel cliente a uno de esos bares donde los camareros van siempre con paso acelerado, trasladando desde la cocina a las mesas bebidas y bandejas con platos circundados por chorizo y lomo que protegen las escasas lonchas de jamón que cubren disimuladamente la diminuta parte que queda vacía.

Cada viernes, recién estrenada la noche, Juan se reunía con tres amigos en el que ya consideraba su bar. Los cuatro eran funcionarios. Siempre hablaban de los mismos temas y, como lo habitual era decir siempre lo mismo, poco después de empezar quedaba agotada la conversación. Antes de que la pausa hiciese girar la cabeza de los comensales hacia otras mesas, se volvía, semana tras semana, a hablar del trabajo, un asunto fácil que los cuatro dominaban en igualdad de condiciones. Repasaban los últimos cinco días laborables y si no había algo novedoso, como era lo habitual, buscaban el detalle de tiempos pasados que se prestase a risas y decepciones. 

Ese viernes se añadió un nuevo detalle en la tertulia que puso fin a la conversación laboral poco después de empezar. Rosa, la única mujer del grupo, en un momento certero de la conversación, afirmó de forma categórica, con voz pausada no exenta de solemnidad, que dentro de los colectivos profesionales, de cualquier índole, predominaba de forma abrumadora la mediocridad de sus integrantes. Los cuatro dejaron de comer, se miraron y quedaron en silencio. Juan aprovechó el momento para tomar un sorbo de cerveza que le diera tiempo para digerir la realidad no aceptada, que dejaba en descubierto la vanidad que celosamente guardaba para que no fuese reconocida, ni tan siquiera por él mismo.

Al llegar a su casa, Juan quiso conocer con precisión el significado de “mediocre”. Buscó en el diccionario de la RAE, comprobó que era un adjetivo con dos acepciones, la primera le pareció de una dureza suave: “De calidad media”. La segunda le pareció que nadie podía pensar algo así de él, en todo caso era aplicable a la mayoría de personas que conocía. Era inapropiada, hiriente, humillante, utilizarla para describir a una persona que como él había terminado una carrera, aprobado unas oposiciones y valorado por quienes le conocían. Volvió a leer la segunda acepción: “De poco mérito, tirando a malo”.
Juan no reconocía sus limitaciones intelectuales ni la superficialidad de sus conocimientos. Consideraba que no era como los demás, le escuchaban y sus opiniones eran estimadas por sensatas y meditadas. Los que le conocían sabían que en la vida había apuntado alto y se había quedado a un palmo del suelo, aunque él pensase que ese palmo medía mucho más que el de la mayoría de las personas.

Quizás los juanes han hecho de la mediocridad una forma de vida. 

Tal vez sea cierto y difícil, muy difícil de asimilar.

sábado, 5 de octubre de 2019

La vanidad del artista

Francisco no era un hombre corpulento y cada día que pasaba estaba más encorvado. Alcanzaba, más o menos, un metro ochenta y dos de estatura. Con algunas personas no podía evitar la grosería, los que le conocían desde la infancia afirmaban que en él solo su nombre era duro: Fran-cis-co. Alardeaba de conocimientos que desconocía. No tenía demasiada fluidez con el vocabulario, empleaba palabras de difícil definición que muchos de sus contertulios consideraban el fruto de sus improvisadas reflexiones. Hablaba de arte con la misma facilidad con la que disertaba sobre física cuántica o cualquier otro tema enrevesado. Remarcaba con voz pausada la importancia de ser artista, de la relevancia de la pintura por la estética que el autor de una obra imprimía en el lienzo. Afirmaba y negaba con la misma rotundidad que mostraban aquellos poseedores de la verdad incuestionable. No distinguía entre incuestionable e incuestionada, la verdad era lo que él decía. A la pintura solo se debían dedicar las personas con criterio, la escultura era una tarea de vulgares ociosos, con pocos escrúpulos por la limpieza del taller donde pasaban sus horas baldías. La fotografía era menester de los necios, preocupados por pulsar el botón de disparo de su cámara e incapaces de contemplar la auténtica belleza, que no era otra que la que se desprendía de unos trazos de color cercados por un marco, y si era dorado, mejor.

Presumía de llevarse bien con todo el mundo. No tenía el menor reparo en afirmar que el éxito de las relaciones con sus colegas artistas era el respeto de la obra que realizaban y la ausencia de críticas personales. Consideraba que nadie podía competir con él cuando exponía alguno de sus originales cuadros aunque aceptaba que podían estar influidos por los mejores pintores de la historia del arte. 

Cuando la injusticia se cernía en el ambiente porque en algún acto, de los denominados artísticos, sus colegas le dificultaban el acceso al corro de conversación, mostraba indiferencia y autosuficiencia, aparentando disfrutar de canciones y contorneos poco gráciles que habían quedado enquistados en una adolescencia que le supuraba por la voz y sus gestos. Algunos de los que consideraba amigos decían que de arte no parecía entender y de habilidad social, tampoco. Se anunciaba como artista aunque nunca había reparado en el significado del adjetivo que se atribuía.


Hay quien dice que entre los que se denominan artistas hay muchos Fran-cis-cos.

domingo, 29 de septiembre de 2019

El médico de la agenda cerrada

El sentimiento de impotencia ante la desatención y la desidia de algunos empleados en la sanidad (en este caso privada) genera un estado de ánimo cargado de frustración e inseguridad en el paciente perjudicado. El día 27 de septiembre de 2019, conocí un caso que no me sorprende ni me deja indiferente. Una señora de algo más de 50 años fue, por enésima vez, a pedir cita para la consulta con un médico que visita en la clínica Quirón Palma Planas. A causa de dos tumores en la glándula tiroides este médico endocrino la visita anualmente desde hace cinco años. Cada vez que salía de la consulta la señora preguntaba a la secretaria del médico cuándo podía solicitar la fecha para volver al año siguiente. La respuesta siempre era la misma: de un año para otro no pueden dar cita porque la agenda del médico está cerrada, debía solicitarla a mediados del año siguiente. Ya se sabe, hay normas que no cambian y las impone quien puede imponerlas. 

Una vez transcurrido medio año de la última visita (diciembre de 2018), el primer día de julio, la paciente solicitó una nueva cita para la consulta. La respuesta fue la misma que hacía seis meses: “la agenda está cerrada”. La indicación de la persona que controla quién va a ser visitado y cuándo, le dice: “llame a principios del mes siguiente”. No obstante, le manifiesta que toma nota y le avisará una vez que la agenda del médico esté abierta. La paciente no recibe aviso alguno de la secretaria del facultativo y el uno de agosto, tal como la habían indicado, vuelve a llamar para obtener el día y la hora que debía ser atendida. La respuesta no varió del mes anterior: “la agenda sigue cerrada, llame a principios del mes siguiente, tomo nota para incorporarla por si se abre la agenda. El primer día de agosto, jueves, vuelve a llamar por tercera vez. La respuesta sigue inalterada: llame el mes de septiembre. La paciente le informa que necesita tener una fecha para poder solicitar la realización de la prueba que el endocrino necesita para continuar con el control de los dos tumores tiroideos. La respuesta es conocida: “la agenda del médico está cerrada” y añade la conocida coletilla: tomo nota, pero vuelva a llamar a primeros de septiembre. La visita debería ser en diciembre, aunque ya es poco probable que el médico la pueda visitar. 

El día 27 de septiembre, esta señora tuvo una revisión dental en el mismo hospital donde visita el médico de las agendas cerradas. Al terminar la revisión con la odontóloga, la paciente se dirigió  al mostrador donde están las administrativas que controlan las reservas para las pruebas radiológicas y las visitas para todos los médicos del hospital. La persona que la atendió le informó que el día anterior el endocrino por quien preguntaba tenía la agenda cerrada, pero iba a hacer la comprobación ¡Oh, sorpresa! La agenda se había abierto ese mismo día por la mañana y a eso de las doce del mediodía se había vuelto a cerrar llena con citas de pacientes hasta el 11 de diciembre. 

La decepción fue enorme. Después de llamar periódicamente según le iban indicando, después de asegurarla que tomaban nota para, una vez se abriera la agenda, incorporarla y poder ser visitada, había vuelto a quedar excluida. Sospecha que todo es una farsa, con un criterio de dudosa equidad que permite discrecionalidad en la anotación de la agenda que otorga derecho a ser visitado por el médico endocrino. Nadie sabe cuándo se va a abrir la agenda del médico y a quién van a incorporar a lista de visitas. La mujer se lamentaba preguntándose ¿Cuándo el engaño de los avisos a pacientes como ella iba a finalizar? ¿Cuándo iba a ver seriedad y acabar con las inciertas aperturas y cierre de la agenda del médico? Ya no dudaba que transcurrido un año de la anterior visita difícilmente iba a ser atendida en el mes que el médico le indicó. 

Un médico del hospital, que conocía desde hace algunos años, le sugirió que se dirigiese a la consulta del endocrino y preguntase a la persona que allí estuviese qué debía hacer para quedar inscrita en la misteriosa agenda. Una vez que la paciente estuvo delante de la secretaria le formuló la pregunta, la respuesta fue: “figurar en las listas de consulta es difícil porque el facultativo es una eminencia y tiene muchos pacientes”. Cuando escuché la respuesta que había recibido la señora, recordé que tengo un primo segundo que está en el Vaticano y es Eminencia por ser cardenal.


Nota aclaratoria: Algunos lectores me han preguntado si la figura del Cardenal es real. La respuesta es afirmativa. A fecha de hoy vive, era primo hermano de mi madre y hace unos meses el Papa Francisco le nombró Su Eminencia Cardenal Aquilino Bocos Merino.

sábado, 28 de septiembre de 2019

De vez en cuando

De vez en cuando es una expresión que va adosada a la vida cotidiana de algunos jubilados.

De vez en cuando me despierto por la mañana sin notar el dolor en la rodilla con el que me quedé dormido la noche anterior.

De vez en cuando veo el autobús en la parada, con los pasajeros dentro, y el conductor tiene la amabilidad de esperarme.

De vez en cuando entro en algún lugaralguien me da los buenos días.

De vez en cuando puedo ver a personas que caminan por las aceras sin correr.

De vez en cuando alguien me mira y reconoce en las arrugas de mi cara su futuro.

De vez en cuando me asomo a la ventana de mi habitación y me alegro de no tener que levantar la cabeza para ver el cielo azul.

De vez en cuando se desliza por la mejilla de mi cara una lágrima triste al leer en la prensa el fallecimiento de una persona que en algún momento de mi vida aportó conocimiento a mi a continuo aprendizaje.

De vez en cuando noto al pasear por las calles de mi ciudad la suavidad de la brisa al atardecer.

De vez en cuando suena el teléfono de casa y al responder oigo la voz agresiva del comercial de alguna compañía de telefonía, internet y televisión que cuelga maleducadamente al indicarle que no me interesa la “extraordinaria” oferta que me hace.

De vez en cuando un sueño se convierte en un viaje corto.

De vez en cuando un viaje corto es un gran sueño.

De vez en cuando percibo que las distancias más cortas son las más difíciles de recorrer.

De vez en cuando se alejan los indeseables y se acercan las personas amables que hacen más cómoda la vida.

De vez en cuando leo un libro y disfruto de cada palabra escrita.

De vez en cuando paseo cerca de la arena de la playa acompañado por el “camino del sol”.

De vez en cuando también es una expresión íntima que se refiere a los instantes del día en los que me emociono porque mi mujer me dedica una sonrisa al fijar mi mirada en sus alegres ojos de color verde-grisáceo.

De vez en cuando solo es de vez en cuando.