domingo, 17 de noviembre de 2019

Una vida sin vivir

Tenía cuarenta y tantos años, por sus rasgos faciales era difícil saber si los tantos eran muchos o pocos. Ni su familia ni sus vecinos se preocuparon por conocer exactamente su edad ni la fecha de su cumpleaños. Nunca tuvo una profesión estable, a veces ayudaba a un carpintero, otras a un pintor, pero en la mayoría de las ocasiones estaba en casa, junto a su madre, que era quien le alimentaba y pagaba sus gastos. Decía que la vida solo servía para ser vivida y no para perder el tiempo en trabajos que oscurecían las horas del día. El deseo de servir a los demás le impulsaba a complacer a un conocido convertido en amigo hacía una horas. Voluntad tenía, pero le faltaba destreza, el resultado era un desastre que inutilizaba lo que tocaba y la amistad recién conocida se esfumaba de por vida. 

Decía que le gustaba leer y presumía de erudito, cuando hablaba afirmaba de forma categórica, no admitía ninguna observación que pusiese en entredicho sus múltiples conocimientos. Era tolerado por pocos e indiferente por muchos. Se consideraba capaz de discutir con un físico las teorías más complejas del universo o con un filósofo los conceptos más abstractos del pensamiento escolástico. Era todo un sabio de taberna iluminado por una cerveza que pagaban otros. 

Tenía un coche destartalado que su madre le había comprado de oferta en un chatarrero. Lo utilizaba poco, la pensión de viudedad que entraba en su casa no daba para la gasolina semanal. Cuando viajaba empleaba las unidades de velocidad, distancia y tiempo con la misma precisión que un reloj de arena mojada: había circulado a una velocidad de “casi 100 kilómetros por hora”, había recorrido “casi doscientos kilómetros”, había tardado “casi tres horas”. Consideraba que sus observaciones no estaban reñidas con la precisión, todo lo contrario, eran las más exactas que se podían dar.

La dependienta de la frutería del portal siguiente a su casa, le veía pasar a diario. Solía caminar dos horas por la mañana. El ejercicio le mantenía en forma, le despejaba del aturdimiento que le ocasionaba su habitación, con una ventana que daba a un pequeño patio interior cargado de humo que exhalaban las cocinas, calor grasiento que desprendía el aceite refrito de las comidas y la falta de aire respirable, ausente desde que terminó la construcción del edificio. Pocas veces se sentaba en un banco de alguna plaza que se interpusiera a su marcial desfile urbano. Cuando lo hacía, la mirada se le perdía en ningún punto. Aprovechaba el descanso para sentir desprecio de sí mismo aunque nunca suficiente como para hacer el esfuerzo de vivir con los recursos de un trabajo remunerado.

Era misógino reconocido por la definición del diccionario. Nunca se le conoció mujer con la que compartir un solo minuto de su vida. Cualquier referencia femenina era su madre octogenaria, enferma de años vividos y su hermana, desaparecida durante el día por el trabajo y escondida por la noche para no advertir la presencia de su familia. Las pocas conversaciones que había tenido con alguna mujer acababan provocándole una exaltación esquizoide no diagnosticada que le apartaban los ojos de sus órbitas y le aumentaban los gritos, de audición dolorosa, imposibles de entender.


Un día de invierno desapareció. Nadie sintió su ausencia. 

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