domingo, 24 de noviembre de 2019

Atados

A sus vecinos les dijo que se llamaba Jovita. Ninguno le preguntó quién era ni de dónde venía. Le dieron la bienvenida al pueblo y ella respondió con la mueca de una sonrisa que no varió hasta que se alejó de todos. Se instaló en una casa de piedras mal cortadas construida en poco tiempo, apuntalada por ramas de árboles para que la protegiese del derribo. La puerta era un trozo de plástico sujeto por tres piedras separadas, apoyadas en los restos de un tronco de árbol que hacía las funciones de dintel.
   
La vivienda era cortesía del Ayuntamiento de un pueblo al que se accedía por intuición ante la ausencia de indicadores. Jovita tuvo conocimiento de ese lugar cuando una noche en un bar de  Moratalaz conoció a un joven ya maduro. El amigo conocido hacía unos minutos, se había dedicado profesionalmente a la seguridad informática de una empresa multinacional. El inicio de la conversación junto a la barra del bar se produjo al poco tiempo de pedir al unísono una cerveza al camarero. Te has equivocado de lugar le dijo a Jovita, aquí nos concentramos los fracasados conscientes del fracaso, los inadaptados, los que nadie pregunta a nadie su nombre, su profesión o su lugar de nacimiento. Hubo silencio entre ambos. Unos segundos después, Jovita le respondió ¿quién te dice a ti que yo no pertenezco a ese colectivo? Fue entonces cuando él le habló del pueblo.

Jovita ocupaba un puesto en el departamento de marketing. La empresa se reorganizó y a todos los empleados les obligaron a utilizar una cuenta de correo creada ex profeso para cada uno de los trabajadores, tuvieron que integrarse en un grupo de Whatsapp colectivo, abierto a todos los empleados, y luego crear grupos a los que pertenecer los miembros de un mismo equipo de trabajo. Su ocupación profesional la obligaba a desplazarse a diario. Con la excusa de ofrecerle protección ante cualquier incidencia que la pudiese ocurrir, la empresa la exigía  activar la opción “Compartir localización” en Google Maps cada vez que salía del edificio. 

Tenía que informar de todas las operaciones que hacía y de la impresión que le había producido la aparente organización de la sociedad que visitaba. Debía fijarse en los mínimos detalles del lugar, especialmente en la tecnología que empleaban y en las habilidades profesionales de los ejecutivos con los que había tratado. Los clientes considerados fijos y los que eran considerados potencialmente consumidores de los servicios que ofrecía la empresa, alcanzaban la categoría de enemigos, a los que había que controlar cualquier movimiento o decisión que pudiese afectar negativamente a la cuenta de beneficios de la empresa. Toda información era importante.

Jovita tenía que admitir que en los tiempos actuales el ciberespacio había superado a la globalización, que todo el mundo estaba controlado por no se sabía quién, que las empresas que operaban por internet conocían sus gustos sin que ella se los hubiese comunicado explícitamente, que en internet no había nada gratis y que su intimidad ya no dependía de ella. Comprobó que las redes sociales aumentaban la comunicación entre entes virtuales fijados en plasma a la vez que disminuía la comunicación personal entre seres próximos, vivos y carnales. 

Internet se había apoderado de su hogar y había conseguido que la relación con su pareja fuese sustituida por el desconocimiento mutuo. La cibercomunicación había trastocado años de convivencia. Los dos habían cambiado, uno era uno y el otro era otro, sin implicaciones entre ambos. El amor se esfumó fragmentado en pequeños grupos de ceros y unos, transportados a la velocidad de la luz a grandes servidores de empresas fantasma, que los convertían en anuncios baratos de productos administrados por grandes multinacionales. El amor que la había unido a un hombre yacía en infinitos puntos de la gran red. La falaz comunicación con el mundo la había dejado sola.

Quiso apartarse poco a poco del control imperceptible y obsceno que había diluido lo que ella consideraba su libertad. Empezó por desconectar el teléfono inteligente a la salida del trabajo. Al ir a visitar a los clientes se le olvidaba voluntariamente, cada vez con mayor asiduidad, activar la aplicación de Google Maps. Se desvinculó todo lo que pudo del Whatsapp que la ataba al trabajo todos los minutos del día. Sus jefes consideraron que aquella actitud era una deslealtad hacia la empresa. Era una buena profesional pero una mala empleada. Cada vez más, se dejaba controlar menos. La empresa se deshizo de ella mediante una sentencia judicial que consideraba que el despido había sido procedente.

Los dos pilares fundamentales de su vida, el amor y el trabajo, se habían desmoronado. Estaba completamente sola en un mundo hiperconectado. Se prometió a sí misma que nunca más iba a ser controlada por los hilos invisibles que la habían conducido a la cueva del fracaso.

Ya en el pueblo, cimentó las rocas troceadas de las paredes, impidió que las goteras del techo inundaran la vivienda, construyó una puerta encajada pero de fácil apertura por donde pudiese penetrar la conversación y la convivencia humana con otros inadaptados.

Se desprendió del teléfono móvil, a su casa no llegaba internet ni la señal de televisión. La red ahora la iba a crear ella, cara a cara, con quien quisiera, sin ánimo de controlar a los demás. Era un retorno a las bases de la vida y a la solidaridad generosa con la naturaleza en la que incluía a sus vecinos.


Cuando tuvo que pagar los materiales de su nueva vivienda tuvo que ir al banco más cercano del pueblo. Introdujo la tarjeta de crédito en las fauces del cajero automático, pulsó cada uno de los números de su clave personal y al instante se percató de que seguía atrapada en la madeja infinita que controlaba todo y a todos.

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